martes, 30 de agosto de 2011

Los Mitos del actual modelo, por Ricardo Esteves para La Nación (15-8-2011)

SI el autor de esta nota tuviera que identificarse con un modelo económico, coincidiría con la definición del actual modelo productivo, llamado con todos sus apellidos como "modelo de acumulación de matriz productiva diversificada e inclusión social". ¿En qué se parece el modelo que se aplica en la Argentina a esa definición? En nada: no es un modelo productivo sino consumista.
El control de precios por parte del Estado es un factor desalentador de la producción. Con el control se rompe el ciclo productivo. Se cercena a quien produce una parte de su margen de utilidad con el cual podría comprar otra máquina y ampliar así su producción. En consecuencia, se desalienta la inversión. Y la inversión, la producción y el empleo van de la mano. La única forma digna que existe de aumentar la producción es a través de la inversión. Se podría aumentar sin inversión obligando a los obreros a trabajar 10 o 15 horas diarias, pero eso sería violar derechos humanos elementales. Por otro lado, ¿qué certeza tiene el empresario de que no le congelen definitivamente los precios sin contemplar sus costos hasta llevarlo a la ruina?
El control crea una situación de superioridad del funcionario público por sobre el empresario, cuya vida como tal depende del humor de aquel. Por eso también la obsecuencia y el servilismo del empresariado argentino. Se rompe el espíritu republicano y se regresa a un espíritu monárquico donde el soberano -o sus delegados en cada sector- tiene la facultad de decidir arbitrariamente sobre el destino de los que producen. El decide a quién le debe ir bien y a quién le debe ir mal, más allá de si es un buen o mal productor, de si es competente y se moderniza.
En un modelo productivo, el control de precios lo ejercen la competencia y el mercado, tanto local como internacional. Sólo excepcionalmente y en casos puntuales, el Estado puede ejercer algún tipo de control de precios en un modelo productivo. No es productivo un sistema sin mercado de capitales, donde el crédito no existe o se consigue a tasas mucho más altas que en las economías con las cuales el país se relaciona.
Sí le cabe a este modelo el apelativo de consumista, porque estimula el consumo de corto plazo a costa de hipotecar el consumo futuro. Un modelo productivo destina al consumo los recursos que corresponden a la productividad de su estructura económica, pero abre la posibilidad a aumentarlo de manera sostenida y exponencial de cara al futuro, que es lo que permite a una sociedad alcanzar el desarrollo.
Un modelo consumista es también por definición inflacionario. Y la inflación corroe el ahorro y desalienta la inversión y el empleo. La combinación de inflación y control de precios hace dependiente del poder al empresariado y es funcional al sindicalismo, por la constante negociación salarial.
Tampoco es el actual un modelo de matriz diversificada. ¿En que otros sectores aparte de la producción de soja y la industria automotriz está sustentada la estructura productiva argentina?
Tampoco estamos ante un modelo de inclusión social. ¿Se puede llamar inclusión a la proliferación de villas por doquier?
La educación y la salud pública son dos instrumentos fundamentales para la inclusión social. Si esos servicios públicos sólo conocen el deterioro en tiempos de tanto crecimiento, ¿para cuándo queda la inclusión social?
Tantas ocupaciones de tierras por todo el país son una prueba contundente de que los recursos para vivienda -otro eslabón fundamental de la inclusión- son harto insuficientes y, para colmo, se dilapidan en la corrupción y en la mala gestión. Con estos servicios y con empleo genuino se logra la inclusión, y no con fútbol y clientelismo.
Este modelo tampoco es de acumulación ¿Adónde se acumula? ¿En los bancos internacionales, donde se fuga el capital que se genera en el país? ¿En cuántas manos?
¿Qué aciertos pueden destacarse en materia económica? El manejo de la deuda externa es un logro que debe reconocerse.
Por más que en épocas de vacas gordas es más fácil, también debe admitirse que se logró mantener -aunque de un modo autoritario- un sistema administrativo a nivel nacional, algo que otros no supieron o no pudieron sostener.
El mayor acierto -aunque es difícil calificarlo de tal- ha sido el hacerle creer a la sociedad que la bonanza que gozamos en estos tiempos es mérito de los gobernantes y no el resultado de muchas circunstancias.
Hay además razones más profundas que predisponen a la sociedad a comprar la teoría de las virtudes del modelo. La Argentina vivió, durante la segunda mitad del siglo XX y hasta el año 2002, de crisis en crisis cada 5 o 6 años; estas crisis fueron abortando los proyectos y las ilusiones de los argentinos.
Todas ellas se produjeron por estrangulamiento de las finanzas públicas. Fundamentalmente, por no disponer de las divisas para atender los pagos de la deuda externa y las importaciones mínimas imprescindibles para que la economía funcionara. La certeza de que cada cinco o seis años inevitablemente viene una crisis estuvo en el subconsciente colectivo de los argentinos. No escaparon a esa sensación los economistas, que, cual agoreros (sobre todo al constatar que se marchaba a contramano de la lógica económica) pronosticaron una y otra vez que el modelo iba a colapsar al cumplirse el ciclo. Sin embargo, contra esos pronósticos indeseables para la inmensa mayoría, transcurrieron los años 2007 y 2008 y la crisis anunciada pasó de largo. Y sigue sin hacerse presente. ¿Quién de nosotros vivió 9 años de crecimiento sin una crisis de por medio? Esta constatación del subconsciente colectivo le ha significado hasta ahora al kirchnerismo un crédito extraordinario, equivalente al que en su momento logró Cavallo cuando consiguió derrotar la inflación.
El "modelo" le respondió a los agoreros con la fuerza de los hechos. Y, según el relato oficial, la entereza de los que tuvieron la fuerza de enfrentarse a las corporaciones y a sus intereses le ganó a la historia.
Sin embargo, la realidad no es así. Cambiaron las circunstancias. Los estrangulamientos fiscales no desaparecieron -y esto no es agorerismo, las inauditas trabas a las importaciones son un indicador de la escasez de divisas-, sino que el ciclo duplicó su vigencia, y su fin exigirá un ajuste más blando que los del pasado. Esto se logró gracias a dos hechos: el punto de partida y las condiciones internacionales.
El actual ciclo se inició en 2002 y luego de la peor crisis de la historia del país, provocada por la insolvencia del sector público y con la mayor contracción del consumo social que haya vivido la sociedad argentina.
Con la brutal devaluación del peso, la consiguiente caída de las importaciones (por la baja del consumo y el encarecimiento de los productos importados) y el congelamiento de los salarios, el Estado conoció una situación de solvencia como nunca antes tuvo. Paradójicamente, cada vez que debió recomponer su caja (y eso sucedía cada cinco o seis años) acabó exprimiendo a la sociedad civil.
Otro aspecto del punto de partida que no se puede soslayar es que en la denostada década del 90 se llevaron a cabo, en dos sectores importantísimos, procesos de desregulación e inversión. La desregulación portuaria y la construcción por parte del sector privado de la moderna infraestructura de carga fueron fundamentales para hacer posible el boom exportador de la soja. Algo similar sucedió con la desregulación energética y el consiguiente y masivo proceso de inversión en ese sector que permitió la construcción de un parque generador para los siguientes diez años.
Lamentablemente, ese esfuerzo se dilapidó al desalentar con precios no rentables la producción local, lo que nos hace hoy depender de energía importada que bien podría producir el país.
Del otro hecho, el nuevo contexto internacional que comenzó a gestarse en 2003 y 2004, hay muy poco que agregar. Nunca el país conoció condiciones y precios tan favorables para sus principales productos de exportación en los sectores agropecuario, de hidrocarburos y de minería.
Con la conjunción de tantos factores favorables como nunca tuvo otra administración, victimizándose y enrostrándole a la sociedad la trágica foto de 2001, el actual gobierno cabalgó sobre un caballo ganador y desaprovechó esas condiciones, haciendo nada más que política con mezquinos intereses.
En rigor, el país desperdició dolorosa y tristemente dos oportunidades de oro. Luego de 2002, en aquel mágico e irrepetible momento de bonanza fiscal se desaprovechó la oportunidad de hacer una profunda modernización del Estado para darle mas eficiencia a la economía y mayor bienestar a toda la sociedad mejorando los servicios. La otra gran oportunidad perdida consistió en no aprovechar el ciclo de precios tan extraordinario que beneficia al país para iniciar un genuino proceso de desarrollo basado en la inversión y la productividad.
La productividad es una palabra que no existe en el diccionario político argentino. Y no hay desarrollo ni progresismo posible sin aumento de la productividad.
La productividad conlleva una jerarquización del salario. Las actividades con baja productividad sólo pueden compensar a sus trabajadores con bajos salarios. Sólo es posible mejorar genuinamente la productividad a través de la inversión.
Si a los extraordinarios ingresos del boom agropecuario el país los expulsa, en lugar de incentivarlos a que se reinviertan en los sectores que desesperadamente claman por capital (infraestructura, energía, vivienda?), sólo tendremos crecimiento. Un crecimiento que concentra recursos en unos pocos y deja a vastísimos sectores fuera de la mesa.
El crecimiento sin desarrollo no alcanza. Y al desarrollo se llega con inversión. La ruptura definitiva de los ciclos que agobian al país solo se consigue con desarrollo.
La sociedad argentina debe abandonar el culto a los mitos -los mitos caracterizaban a las sociedades primitivas- y comenzar a transitar el camino de las realidades para lograr el desarrollo que debió y pudo haber alcanzado hace varias décadas.

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